Hace tiempo, mi abuelo me regaló un libro sobre física cuántica para niños, en Navidad. Aunque entonces me resultó divertido comprender algunas de sus ideas, hubo un principio que resonó profundamente: el de la superposición. Este concepto sugiere que una partícula puede existir en varios estados posibles al mismo tiempo, hasta que alguien la observa.
Este principio fue como una puerta abierta a una nueva manera de ver las cosas. Pronto me di cuenta de que la superposición no solo es una regla de la física, sino que también podría ser un espejo de la experiencia humana. Dentro de cada uno de nosotros, existen múltiples versiones coexistiendo. Está el “yo” que mostramos al mundo, el que preferimos esconder, y el que observa todos esos “yoes” tratando de comprender y abrazar todas estas facetas. Al igual que una partícula cuántica, nuestro ser está lleno de posibilidades esperando ser observadas para ser comprendidas.
El "yo" que mostramos al mundo.
Este "yo" que mostramos al mundo es, en cierto modo, una instantánea de nuestra identidad que que se define al ser observada, como una partícula que se manifiesta en un único estado cuando alguien la observa. Sin embargo, como bien dice Peñarrubia: “el todo es una realidad diferente a la suma de las partes”. Esta frase nos invita a vernos no solo como la versión de nosotros mismos que el mundo observa en un momento determinado, sino como una totalidad mucho más amplia.
En la física cuántica, el principio de superposición, nos muestra que una partícula puede estar en varios estados al mismo tiempo, y no es hasta que se mide que se define una realidad concreta. De manera similar, cada “yo” que mostramos al mundo no es la única realidad que somos, sino una de las infinitas posibilidades que coexisten dentro de nosotros. Somos más que la imagen que proyectamos en un instante; somos una sinfonía de versiones, emociones, pensamientos y deseos que están en constante flujo, siempre más allá de la suma de esas partes.
Cuando nos limitamos a observarnos a través de la lente de un solo “yo”, estamos perdiendo la visión del conjunto, que es mucho más amplio y profundo. Al integrar todos estos “yoes”, al igual que la física cuántica desafía nuestra visión lineal del universo, podemos abrazar nuestra naturaleza multidimensional y holística.
El "yo" que escondemos.
Este “yo” que normalmente preferimos ocultar o rechazar—nuestras sombras, esas partes que consideramos indeseables o inaceptables—tiene una influencia más profunda de lo que pensamos. Aunque tratemos de mantener estas partes alejadas de la vista, su energía sigue estando presente, entrelazada con la versión de nosotros mismos que mostramos al mundo. En la física cuántica, esto se puede comparar con el principio de entrelazamiento cuántico: dos partículas, aunque separadas por distancias vastas, pueden estar conectadas de tal manera que lo que le sucede a una afecta instantáneamente a la otra. De forma similar, el “yo” que escondemos y el “yo” que mostramos están entrelazados, y las facetas ocultas, aunque no sean evidentes, siguen influyendo en nuestra realidad externa.
Cuando reprimimos, consciente o inconscientemente, aspectos de nuestro carácter, como el orgullo, el miedo o la ira, no desaparecen; quedan en un estado latente, como la “función de onda” en física cuántica. La función de onda describe todas las posibilidades que puede tener una partícula antes de ser observada. Del mismo modo, estos aspectos de nuestro carácter reprimidos permanecen ahí, en un estado potencial, esperando un momento en que surjan o "colapsen" en algo tangible. Esto puede manifestarse como un comportamiento impulsivo, una emoción intensa o incluso una actitud que no comprendemos del todo porque proviene de un lugar inconsciente.
Todo en nuestra psique está interconectado, no existen rasgos caracteriales aislados, igual que las partículas en la física cuántica. Reprimir una parte de nosotros mismos puede influir en otros aspectos de nuestra personalidad y relaciones. Por ejemplo, ignorar nuestra ira podría llevarnos a sentir tristeza o frustración en otros momentos y potencialmente en una depresión, porque estas emociones están relacionadas y forman parte de un sistema interno más grande y complejo. Es como si un “yo” que hemos escondido fuera una sombra que se proyecta sutilmente en nuestros gestos, palabras y decisiones.
El entrelazamiento cuántico nos invita a entender que nuestra realidad interna no está aislada de nuestra realidad externa, sino que ambas son partes de un mismo todo.
Al integrar esos aspectos rechazados, a observarlos y a aceptarlos, podemos lograr un verdadero equilibrio entre nuestra “onda interna” y la “partícula externa” que mostramos al mundo. Más impecabilidad, coherencia y esencia: estas son palabras que me ayudan a expresar esta idea también.
El "yo" que observa: la consciencia, el testimonio, de la silla vacía.
Este “yo” que observa es esa parte de nosotros que se coloca en una posición de conciencia más amplia y desapegada, trascendiendo las facetas del ego. En la meditación, aprendemos a observar nuestros pensamientos y emociones como simples testigos, sin involucrarnos en las historias que nos cuenta la mente. Este “yo” es el espacio donde estamos completamente presentes, sin aferrarnos a ninguna parte de nuestro ser, sin identificarnos con lo que surge en la mente o en el cuerpo. Es el lugar en el que experimentamos nuestra verdadera naturaleza, sin filtros, sin juicios, sin etiquetas.
Podemos asociar este “yo” con la consciencia meditativa, esa parte que observa imperturbablemente, con una perspectiva amplia y compasiva. Esta conciencia meditativa se encuentra en la tercera posición de la silla vacía de la Gestalt, donde nos colocamos como observadores, sin identificarnos con los papeles de víctima o agresor. En la técnica de la “silla vacía”, la persona se enfrenta a una representación de su conflicto interno, pero desde la perspectiva del observador, sin ser arrastrada por las emociones o las narrativas que surgen.
En esta posición, podemos vernos a nosotros mismos desde afuera, como si observáramos a un actor en un escenario, sin identificarnos con el personaje que interpreta, sino reconociendo su humanidad. Este “yo” que observa se ve como el testigo compasivo de nuestra experiencia, un espacio que no se ve atrapado en los dramas de nuestra psique, sino que está presente para entender y abrazar todas nuestras facetas.
Este “yo” que observa es clave para comprender las polaridades superpuestas dentro de nosotros. En la Gestalt, el trabajo con polaridades nos invita a reconocer las fuerzas opuestas que existen dentro de nuestro ser. Por ejemplo, lo “bueno” y lo “malo”, lo “fuerte” y lo “débil”, el “perro de arriba” y el “perro de abajo”. El “perro de arriba” es el que representa nuestras aspiraciones, nuestro ideal, nuestras expectativas de ser perfectos, mientras que el “perro de abajo” es lo reprimido, lo que no queremos aceptar de nosotros mismos.
Ambas polaridades coexisten dentro de nuestro ser, y la integración de estas partes es esencial para alcanzar un equilibrio interno. El “yo” que observa no se identifica con ninguna polaridad; simplemente las observa con compasión, entendiendo que ambas polaridades superpuestas son necesarias para nuestro crecimiento. Al observarlas sin juzgar, somos capaces de integrar estos aspectos de nuestro ser, y en este proceso, experimentamos una armonización de nuestras fuerzas internas.
Silla vacía y la "doble" superposición: la cuarta posición.
Antes de nada, en la física cuántica, el término "doble superposición" no es un concepto formal. Sin embargo, me será útil como metáfora para explicar la cuarta posición de la silla vacía con la cuántica.
Imaginemos que alguien siente un conflicto no resuelto con su madre, en una sesión terapéutica, coloca esta figura simbólicamente en una silla frente a él, tal y como mencionamos anteriormente en la silla vacía. Desde su perspectiva, está dialogando con su madre.
Sin embargo, en un nivel más profundo, lo que está ocurriendo psicológicamente -desde una perspectiva psicoanalítica- es una proyección: está dando forma externa a una parte de su propia psique relacionada con su vínculo materno, como una necesidad no satisfecha, una herida emocional o un recuerdo impregnado de carga afectiva.
El acto de proyectar y luego observar la interacción entre el “yo” y la figura de la madre en la silla vacía nos lleva a lo que se conoce como la tercera posición de la silla vacía, como mencionado anteriormente. Si continuamos con el ejemplo, este paciente y comienza a expresar su enojo hacia la figura proyectada de su madre: “Siempre sentí que me exigías demasiado”. A medida que avanza la escena, puede notar que este enojo también refleja una parte de sí mismo que se siente constantemente juzgada o que él mismo se exige demasiado. Este descubrimiento surge al integrar lo que parecía estar “afuera” como una parte interna. De esta manera, la proyección colapsa, revelando su verdadera naturaleza: no es solo la madre externa, sino la relación que el paciente tiene consigo mismo (la madre introyectada) a través de esa imagen.
Una vez que hemos adoptado la tercera posición y hemos integrado el entendimiento de que la madre proyectada refleja aspectos de nuestra psique introyectada, podemos dar un paso más hacia la cuarta posición: la observación del observador, la "doble" superposición.
Esta cuarta posición implica un nivel aún más profundo de conciencia, donde no solo somos testigos de la interacción entre el “yo” y la figura proyectada, sino que también tomamos distancia de nuestro propio rol como observador. En otras palabras, comenzamos a ser conscientes de cómo estamos observando, cómo influye nuestra propia perspectiva y nuestra interpretación en el proceso de proyección.
Este nivel de observación nos invita a preguntarnos: ¿Quién es el que observa la interacción entre el “yo” y la madre? ¿Qué creencias, historias o filtros personales están influyendo en cómo estamos observando? Es como una capa extra de conciencia, donde nos despojamos de nuestro rol de observador para ser simplemente conscientes de nuestra capacidad de observar. Este proceso crea una suerte de juego de espejos: el observador observa la interacción, y luego el observador del observador entra en escena.
Este proceso puede repetirse infinitamente, como una especie de juego de espejos entre el observador y lo observado. Esto se siente claramente en la meditación.
La superposición infinita...
En la meditación, nos sentamos como observadores de nuestros pensamientos, emociones y sensaciones. Pero si prestamos atención, podemos darnos cuenta de una paradoja fascinante: podemos observar al observador del observador (equivaldría a la quinta posición, sexta y en adelante).
Este testimonio del testimonio nos abre a un espacio infinito, donde no hay un fin claro a la cadena de observación. Nos lleva a una experiencia de superposición continua, como si cada nivel de testimonio colapsara al ser observado, sólo para revelar otro nivel más profundo. Entonces aparece la pregunta de ¿quién soy realmente?
Esto me conecta con una frase de Pablo d’Ors en su Biografía del Silencio: “No puedes sentarte a meditar con otra persona que no seas tú mismo”. Lo que nos recuerda esta reflexión es que, al final, todo lo que observamos en nuestra meditación –pensamientos, emociones, sensaciones– es parte de nosotros mismos. Incluso el observador que percibimos como separado es, en última instancia, otro aspecto de nuestro propio ser. Aquí es donde surge la idea de la superposición infinita: al ser testigos del testigo, nos adentramos en un espacio donde los límites entre el “yo” que observa y lo observado se disuelven, abriendo una dimensión en la que todo está interconectado y en flujo constante a través del tiempo.
Desde esta perspectiva, la superposición infinita no es solo un juego mental, sino una experiencia directa de la interconexión que subyace en todo. Nos recuerda que al ser testigos del testigo, no estamos añadiendo capas, sino disolviendo los límites entre el “yo” que observa y lo observado, entre el tiempo y el espacio, entre el ser y el devenir.
¿Cuántas veces podemos superponernos a este testimonio interno?
En teoría, infinitas.
Cada observación que hacemos de nosotros mismos genera una nueva capa, un nuevo estado que puede ser observado. Pero más que un proceso de acumulación, esta superposición es un recordatorio de que no existe un núcleo fijo al que llegar. No somos entidades estáticas; somos una danza perpetua entre lo que observamos y lo que creemos ser.
¿A qué velocidad ocurre esto? Este proceso ocurre con una velocidad que parece simultáneamente vertiginosa y pausada: tan rápido como el pensamiento, tan lento como nuestra capacidad de atención. En un instante, podemos sentir que avanzamos a través de capas infinitas de autoconciencia, pero también podemos quedarnos atrapados en un solo estado, repitiendo patrones que creemos haber superado.
Sin embargo, incluso en esta repetición, algo se transforma. El tiempo, como un testigo silencioso, fluye constantemente, y con él fluimos nosotros.
Esto me lleva a preguntarme: ¿qué es el tiempo? En la física cuántica, el tiempo no es absoluto, sino relativo y maleable, más una percepción que una realidad objetiva. En la meditación, esta relatividad se hace palpable: el tiempo puede expandirse en un instante de profunda conexión o contraerse en una hora que desaparece en un suspiro.
Este fenómeno me recuerda a ciertos principios budistas como Shuniata (la vacuidad) y la interdependencia, que sostienen que nada existe de manera separada, fija o independiente. Bajo esta lente, el tiempo no es una línea que se extiende ante nosotros, sino un tejido vivo, un flujo que cobra sentido solo en relación con nuestra conciencia.
Cada instante es una superposición de posibilidades que colapsa y se redefine con nuestra observación. Pero, mientras observamos el tiempo, lo estamos creando. Aquí reside su paradoja esencial: no somos meros espectadores del tiempo; somos sus artesanos.
Pero... este tiempo que parece lineal, ¿es realmente así? O tal vez, como sugieren algunas tradiciones espirituales y científicas, el tiempo es una ilusión, una construcción mental que usamos para dar sentido al flujo constante de la experiencia.
En este flujo, la superposición infinita no es solo un juego de la mente, sino una experiencia de la naturaleza misma del ser. Al observarnos, transformamos no solo el momento presente, sino también cómo entendemos nuestro pasado, cómo vivimos el presente y cómo nos proyectamos hacia el futuro. El tiempo deja de ser una línea y se convierte en un campo, un espacio en el que todo está ocurriendo simultáneamente, esperando a ser visto, sentido y transformado.
Quizás, la verdadera pregunta no sea cuántas veces podemos superponernos, sino ¿cuánto estamos dispuestos a rendirnos a esa infinitud?
Rendirse a esa infinitud y descubrir que no somos solo los observadores, ni los observados, ni el tiempo que los contiene. Somos el flujo de la vida mismo: eterno, dinámico e ilimitado. - Marc Franch
La creación de nuestra propia realidad
A medida que integramos nuestra multiplicidad interna, también comenzamos a cambiar la realidad externa. Al igual que en los experimentos cuánticos, la manera en que observamos influye en el colapso de la realidad. No se trata solo de observarnos a nosotros mismos, sino de observar el mundo a través de esa conciencia expandida y transformada.
La meditación, la terapia y las prácticas de introspección nos permiten ser testigos conscientes de lo que ocurre en nuestro interior y, por extensión, en nuestra relación con el mundo. Como en un experimento cuántico, al observar nuestras relaciones, nuestras decisiones y nuestra vida cotidiana desde un lugar de conciencia y presencia, estamos modelando nuestra realidad, eligiendo qué posibilidades deseamos “colapsar” en nuestro presente.
Este acto de observación, sin juicio ni apego, nos permite liberarnos de los patrones y creencias limitantes que nos mantienen atrapados en versiones pasadas de nosotros mismos. Al ser testigos del testigo, podemos empezar a escribir nuestra propia historia, dejando de ser prisioneros de los roles que hemos jugado durante tanto tiempo.
El flujo continuo de la vida
La superposición infinita también nos recuerda que no existe un único “yo” ni un único camino. Cada momento es una oportunidad para explorar nuevas versiones de nosotros mismos y elegir cuál queremos ser en ese instante. Como en la física cuántica, la realidad es maleable, en constante transformación, dependiendo de nuestra percepción y observación.
Cada vez que nos observamos y nos damos permiso para ser vulnerables, para mostrar nuestras sombras, estamos abriendo la puerta a nuevas posibilidades. Estamos participando activamente en la creación de nuestra vida, en la co-creación del universo, al igual que las partículas cuánticas que se encuentran en estado de superposición hasta que son observadas.
Este flujo continuo de posibilidades, de capas que se despliegan y se descubren, es lo que hace que la vida sea tan rica y transformadora. No estamos atados a un solo destino ni a un solo “yo”; somos una sinfonía en constante cambio, siempre abierta a nuevas interpretaciones y descubrimientos.
La vida es un sueño cuántico.
En última instancia, la vida misma puede ser vista como un sueño, un flujo continuo de experiencias, emociones y relaciones que, al igual que en los sueños, son proyecciones de nuestro ser más profundo. Desde un enfoque Gestáltico, cada elemento de un sueño —cada personaje, cada objeto, cada escenario— es representado por alguna parte del yo, una manifestación del inconsciente que busca ser integrada y comprendida. La vida, entonces, no es algo que solo observamos desde fuera, sino que somos parte activa de ella, como si todo lo que vivimos fuera una proyección de nuestras creencias, deseos y temores más internos.
La física cuántica, con su principio de superposición, nos muestra que las posibilidades son infinitas y que todo está conectado. Nuestra percepción de la realidad, por tanto, no es fija ni lineal. Al igual que el observador cuántico que influye en el resultado de un experimento solo con su presencia, nosotros, como observadores de nuestra propia vida, jugamos un papel fundamental en cómo se manifiestan nuestras experiencias. Somos tanto los creadores como los participantes, los que damos forma al escenario y, a su vez, nos vemos moldeados por él.
En el proceso terapéutico Gestáltico, o el camino de la meditación, se trata de observar cómo nos relacionamos con todas las partes de este sueño que es nuestra vida. Cada evento, cada interacción, cada desafío es una oportunidad para explorar cómo esas proyecciones internas se manifiestan y cómo podemos integrarlas para alcanzar una mayor coherencia interna. En este sentido, la terapia no solo busca curar o aliviar el dolor, sino también aprender a vivir de manera más consciente, reconociendo que todo lo que experimentamos es una extensión de nosotros mismos.
Así, la vida se convierte en una danza cuántica, en un constante entrelazamiento de posibilidades, donde cada decisión, cada pensamiento, cada emoción abre un abanico de caminos que se entrelazan de formas impredecibles. Al igual que en un sueño, no somos meros observadores pasivos; somos también los actores, los escenarios y las transformaciones, interactuando con todo lo que nos rodea.
La clave está en comprender que todo lo que experimentamos, tanto lo que nos gusta como lo que nos duele, forma parte de un todo, una red que es reflejo de nuestra conciencia y de nuestra capacidad de observar, integrar y transformar.
Marc Franch
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